La urbe en tinta negra / Judith Bravo Contreras
Los recuerdos más entrañables de mi niñez en Morelia, Michoacán, allá en los años 70, son los que tienen que ver con mis dos abuelas.
María, mi abuela paterna, era lo que se puede decir: una Santa, mientras que Amalia, mi abuela materna, era los siete pecados capitales hechos mujer, escondidos, eso sí, porque en Morelia todo puede caerse menos la buena reputación.
Nací en el psicodélico año de 1969. Mi abuela María tenía 62 y mi abuela Amalia andaba en los 49; para mí siempre fueron mujeres con edades abuelas: la vejez de bienvenida, que fue mi niñez, y la vejez de la despedida, en mi juventud. Cuando pienso que las dos rebasaron los 80 años, comparo mis 46 y no me alcanza la mente para dimensionar la ventaja que aún me llevan; en todo siguen siendo pilares.
En la enfermedad, María creía con firmeza que Dios la iba a salvar; Amalia creía que ella sola se salvaría sin esfuerzo y sin la disciplina de los medicamentos. Decía que aún no había nacido el médico que la fuera a convertir en fármaco dependiente y así fue.
Dos abuelas con narrativas diferentes: María muy entregada al abuelo, con quien duró 15 años de noviazgo de ventanita en su natal Tanhuato, porque la madre de mi abuelo lo obligó a estudiar dos carreras (medicina y química), por ver si se desanimaba de casarse con una plebeya. Amalia, muy entregada a su pasado glorioso de belleza y pleitesía, rendida por miles de pretendientes, historia que quedó trunca al casarse con un ingeniero que la arrancó del Michoacán exuberante donde escupes y nace pasto y se la llevó a Ciudad Juárez, donde los campos se regaban con lágrimas y ni así era sencillo que brotara una matita de algodón.
Mi abuela María era una gran cocinera. Cuando los nietos cumplíamos años, nos regalaba un platillo. Siempre le pedí pozole y me lo concedía. Ahora no entiendo cómo es que siempre le pedía pozole, cuando en casa siempre había cecina que le llevaban de Tinganbato, un frutero lleno de chirimoyas; en la mesa queso seco o fresco de Cotija; y de Tareta, una caja de chicos muy dulces, no sé si las casas de las grandes cocineras siempre eran parecidas, pero en el patio de la abuela habían árboles que daban, además de sombra: aguacates, limones, toronjas y granadas.
Mi abuela Amalia, después de salir huyendo de Ciudad Juárez, regresó a Morelia; era lo que se llamaba una mujer muy de la ciudad. Nunca vivió en una casa propia. Ella no tomaba, ni era parrandera, era una señora, aunque no de su casa, proba, con un excelente humor y no usaba el lenguaje altisonante. Jamás le oí un pendejo. Siempre hablaba a punta de dichos y refranes, no hacía falta que se aventara palabrotas, ya las traía implícitas.
Mi niñez, la viví en la casa de la abuela María, y me daba un cincuenta centavos de domingo y mi otra abuela, a quien visitaba los domingos, otros cincuenta. No sé si después me subieron la tarifa porque recuerdo que me iba caminando a la esquina con unos viejitos que vendían dulces en la puerta de su casa donde sacaban una mesita de golosinas: unas cazuelitas, así de chiquitas de atole tembloroso, habas tostadas, bolitas de leche, ponteduro, semillas, charamuscas y chiclosos. Yo compraba un peso de semillas que me encantaban, además compraba, chicles motita, ates en riel con chile o dulces de miel ¿Con qué dinero? Yo era un as del chantaje abuelero.
Con mi abuela María, salía a misa porque era a lo único que salía ella. Y con mi abuela Amalia, festejábamos las navidades llenas de baile, comida, primos, tíos y muchos regalos.
Como a las once de la mañana del año de 1990, no me acuerdo del día, pero fue en febrero, y yo viviendo en Estado de México, llamaron de Morelia porque mi abuela María estaba por morir, mis papás me preguntaron si quería ir, y yo dije que no. Como a las siete de la noche del año 1999, no recuerdo el día, pero era septiembre, y yo viviendo en Ensenada, llamaron desde Cuautitlán, porque mi abuela Amalia estaba muriendo; tampoco estuve presente.
Supe que había quedado huérfana total de abuelas. Hasta entonces lo entendí como designio de vida. En el cortejo de mi abuela María, la acompañaron sus ocho hijos y mucha gente vieja de Morelia, de muchas familias que yo nunca conocí. En el cortejo de mi abuela Amalia, solo la acompañaron sus diez hijos.
Las dos quedaron separadas de mí: una en Morelia y la otra en el Estado de México. ¿Qué pasa cuando te quedas pendiendo de dos raíces? ¿Cómo te despides y cuál eliges para representarte? ¿En la mujer que te enseñaba a buscar siempre un punto fijo o en la mujer que te empujaba a la aventura?
Nunca las he soñado, pero me gustaría poder hacerlo un día, solo por preguntarles en dónde dejaron mi raíz, porque aún me siento aferrada a dos árboles disímbolos que no me dejan ganas de arraigar en otro suelo.