*Ana Cruces Gómez
*Enrique Rodríguez Balam
Mérida es una ciudad que suele pensarse – sobre todo en el contexto turístico-, a partir de sus edificios más representativos: la Catedral, la Casa de Montejo, El Palacio de Gobierno, sus teatros, pasajes y calles que se han proclamado a través del tiempo como estandartes de patrimonio. Fuera de tales límites, no se le mira a partir de su sentido urbanístico en crecimiento o a nivel poblacional. Al menos no para la gente que la transita de manera cotidiana.
Dentro de tal esquema, tampoco escapa a tan pintoresco destino el tránsito que cada día recorren las calesas sobre El paseo de Montejo, que hoy en día, y según narra la gente antigua, dista mucho del esplendor que le cubrió desde finales del siglo XIX y principios del XX. Aquel flanqueado a todo lo largo por el esplendor de sus edificios “afrancesados”, árboles y casonas. Lo que hoy queda de ese pasado, comparte codo a codo sus espacios con agencias de viajes, hoteles y cadenas de supermercados, por decir lo menos.
Más allá de tan emblemáticos pasajes, los más nostálgicos quizás puedan nombrar los barrios de Mérida y alguna que otra festividad religiosa; resabio pintoresco de elementos forjados en siglos pasados; tan lejanos, que incluso hoy en día sirven como especie de marcas históricas ligadas al nacimiento de una ciudad asentada, mucho antes de la llegada de los españoles. De allí que todavía figuren para algunos los arcos de San Juan y de Dragones así como los parques de Santiago, Mejorada, Santa Ana, Itzimná, San Sebastián, y San Cristóbal, espacios a los cuales, los yucatecos otorgan especial reconocimiento entre los tradicionales pasajes citadinos.
Las descripciones románticas que vienen a la memoria al hablar de la ciudad blanca, probablemente alcancen todavía hacer eco de las descripciones coloniales, la literatura decimonónica (en voces de viajeros) o algunas más contemporáneas, que a pesar del paso del tiempo, todavía no logran evitar ciertos lugares comunes marcados por el folklorismo.
Es por ello que al hablar de la ciudad de Mérida fuera de contextos promocionales, difícilmente pueda hacerse a partir de sus colonias. Aquí, los más informados alcanzarán a decir que según algunos, la colonia Alemán fue la primera en reconocerse como tal, mientras que otros apenas puedan rememorar cómo, en la década de los años 70, poblaciones como Chuburná dejaron su calidad de “pueblo” para ser, dicen, absorbida por la ciudad. Por supuesto, sin olvidar los esquemas de distribución espacial a la usanza maya: familias extensas compartiendo solares, albarradas y letreros que indicaban –hasta hace algunos años- cómo llegar a la Iglesia. Calles pavimentadas junto a pedazos de monte y traza urbana sin orden ni concierto, que permanecen como marca histórica de haber forzado al pueblo hasta convertirlo, a base de estirones, en ciudad. La venta a discreción de tierras por aquellas épocas y la falta de planeación era tal, que incluso hoy en día no es extraño encontrar en Chuburná terrenos en forma rectangular, triangular o postes de luz justo en medio de calles pavimentadas. A pesar del tiempo, y sin entrar en discusiones regionalistas, la ciudad de Mérida se sigue considerando por sus habitantes, como “diferente” al resto de la República. Tanto, que pese a las colonias y fraccionamientos que la han invadido por sus cuatro puntos cardinales, hasta el día de hoy, la gente la sigue dividiendo en norte y sur. Una de ricos contra otra de pobres. División a raja tabla y carente del más pequeño matiz, que no obstante, sigue funcionando como referente para encuadrar la ciudad.
Hoy en día, y desde hace por lo menos un par de décadas, Mérida se ha desbordado más allá de los límites del periférico que delimita, a nivel simbólico, aquello que está dentro o fuera de la ciudad. El crecimiento del Oriente en los 80 y el poniente en los 90, apenas si se comparan con el de colonias, fraccionamientos y conjuntos habitacionales del norte con servicios de cableado subterráneo, y áreas verdes a modo de “oferta de vida”, como si de ascenso social se tratase. Además de los espacios ya mencionados, la ciudad se encuentra plagada de parques, clubes de golf, torres, concesionarias automotrices, centros comerciales nivel fashion-mall, y restaurantes fusión que se disputan un espacio frente a la arraigada comida regional.
En la actualidad, la ciudad de Mérida no podría entenderse sin las dinámicas laborales y los vínculos interestatales que se mantienen en esta ciudad capital, debido en parte a las ofertas de empleo que tal crecimiento trae consigo. En ese sentido, y como lo hemos sugerido, sus transformaciones van a la par con fenómenos sociales como migración, trabajo, economía, entre otros.
La creciente oferta de trabajo, en particular aquella surgida a partir del incremento en la industria de la construcción así como la demanda de servicios de hoteles y restaurantes, ha funcionado como polo de atracción para mano de obra barata proveniente de localidades del interior del estado.
A la par de las migraciones locales, desde hace poco más de dos décadas, la ciudad ha dado cabida a grupos de migrantes provenientes del centro del país, y en fechas más recientes, también a pobladores de estados del norte como Nuevo León, Sinaloa y Tamaulipas sin dejar de lado el vínculo histórico que se mantiene con los del sureste como Tabasco, Campeche, Chiapas y Quintana Roo.
Si bien este fenómeno de escala nacional ha modificado las dinámicas citadinas, también lo han hecho los migrantes extranjeros que hoy en día habitan en la ciudad. Sin adentrarnos a los números estadísticos, una observación prospectiva nos dejaría entrever la presencia de estadounidenses, franceses, chinos y cubanos, entre otros. Bien por su aporte involuntario al rescate del centro histórico con la compra y remodelación de casas de los primeros, bien por la readecuación de cantinas tradicionales convertidas en bares trendy-hipster de los segundos, o por su comida y música diversa de los dos restantes. Aspectos que resultan más evidentes, dentro del esquema de ciertos ámbitos de la vida en el tránsito cotidiano.
Son cerca de 900, 000 personas – algunos apuestan al millón- que transitan la ciudad a diario y que se manifiestan a lo largo, plano y ancho de una capital que se aleja más cada día, de ser homogénea, sobre todo culturalmente.
A tal diversidad, se suma la étnica, aspecto muy poco abordado en estudios recientes sobre la ciudad de Mérida. En Yucatán, 537, 000 618, son maya hablantes 1,059 choles, 558 tzeltales y 340 mixes, mismos que, ya lo veremos más adelante, trabajan en la ciudad. De todos éstos, destacan los choles, no sólo por número, sino por el arraigo que tienen dentro del territorio peninsular. El sur yucateco es el que les dio cabida en un inicio, pero después se fueron desplazando hacia otros rumbos, aunque sin duda el de mayor importancia, la ciudad capital, Mérida.
A más de un yucateco le llamará la atención, comprobar que en algunas páginas, portales y referencias del INEGI, se diga que en Tekax, municipio del sur del estado y compuesto por mayas yucatecos y mestizos exclusivamente, en el rubro “lengua”, se señale ya como propia de dicho municipio, además del maya, al chol. A lo anterior, se suma la presencia de otros grupos de Chiapas, algunos incluso, comerciantes que han podido en algunos casos, contar por compra o renta sus propios locales comerciales en la ciudad.
El trabajo asalariado, el empleo en torno a la construcción, así como la oferta educativa, y servicios de salud de alta calidad, han consolidado a Mérida como polo de atracción que potencializa la migración interestatal y regional.
Sólo por referirnos a la oferta educativa, es de destacar el peso que en diversas escalas socioeconómicas han mantenido escuelas tanto públicas como privadas. Si bien el tema da para mucho, sólo haremos un alto como mero recurso para referir la relevancia que a nivel de “tradición local”, los meridanos mantienen sobre las escuelas. La “Eduardo Urzaiz” en el poniente, la “Bernabé” de Chuburná, la “Nicolás Bravo” en Santiago, la secundaria Federal número uno y por supuesto, la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Mención aparte merecen –pese a la fama del “tradicionalismo” meridano que tanto aqueja a los recién llegados- aquellas escuelas que bajo distintas motivaciones, han sido muestra de apertura por parte de la sociedad emeritense. Vayan como ejemplo de lo anterior, el “Colegio Americano” del barrio de Santiago, fundado por misioneros estadounidenses, con ideología religiosa protestante, en su versión presbiteriana. Asunto que resalta pues a mediados del siglo pasado, concebir la existencia y arraigo de una escuela fundada en su origen con bases distintas al contexto católico, no es un dato que se deba soslayar, sobre todo si se quieren entender los procesos por los que ha pasado la ciudad. Si de ejemplos sobre la trascendencia de la educación en Mérida se trata, tampoco podemos dejar de lado la relevancia de la “Consuelo Zavala”, pues se trata de la primera escuela –en aquel entonces- para mujeres, laica, y sostenida por las bases del pensamiento positivista. Tal ha sido su importancia, que se dice que es el instituto de educación que abrió camino bajo preceptos similares, a otras escuelas.
Así, ante las ofertas educativas y otros servicios de calidad, la ciudad se ha consolidado –proceso que inicia desde hace años- como la capital del sureste.
Es en ese sentido que al hablar de la ciudad de Mérida, resulta complejo hacerlo sin mantenerla ligada a sus referentes estatales, debido a que el crecimiento poblacional y las ofertas económicas y culturales, la convierten cada día en espacio en el cual personas provenientes de contextos estatales o rurales, encuentran elementos fundamentales como promesa de lograr obtener un mejor nivel de vida.
Pero, quizás sea prudente dejar por un momento el escrutinio de procesos complejos y de largo alcance por los que ha pasado la ciudad. Al final, sea cual fuere el sendero reflexivo que tomemos frente a las transformaciones observadas a través del tiempo, la ciudad de Mérida siempre compele a sus habitantes a volver la mirada al pasado y hacia adentro. A un vínculo amoroso que algunos se apresuran a tachar de “regionalismo”. Nada tan poco afortunado para dejar en un análisis simplista, la visión que los emeritenses tienen de su ciudad. Sí, pese a todo y contra todo: su crecimiento poblacional, la migración, la modificación en sus dinámicas internas y el centenar de imperfecciones partidistas en turno. Pese a todo ello y sea cual fuere el estrato socioeconómico del cual se provenga, el grado educativo con el que se cuente, o la “apertura” que se presuma, los yucatecos siempre tendremos cientos de argumentos para esgrimir a favor de Mérida, nuestra ciudad.
Es preciso dejar claro que -como hemos visto-, las ciudades son creadas por las personas que las habitan, por quienes las transitan y se apropian de sus espacios. Como diría Ortega y Gasset en su ya conocida reflexión sobre las ciudades: “Ciudad es ante todo plaza, ágora, discusión, elocuencia. De hecho, no necesita tener casas, la ciudad; las fachadas bastan. Las ciudades clásicas están basadas en un instinto opuesto al doméstico. La gente construye la casa para vivir en ella y la gente funda la ciudad para salir de la casa y encontrarse con otros que también han salido de la suya”.
La cita explica, precisamente, que descubrimos nuestra ciudad desde el momento en que salimos de nuestras casas, y nuestra realidad provinciana nos topa de frente con sus eternos contrastes; naturaleza y cemento, tradición y modernidad. Y si tratáramos de establecer cuándo se da ese encuentro, en qué momento comenzamos a amar a nuestra ciudad, sin pretender un amor total a primera vista, sino aquel que se construye con recuerdos de alegrías y penas; gradual y velado. Para ello, se tendría uno que remitir a la niñez.
Sin ser la Mérida de los ochenta o noventa – para no remitirnos a tan lejana temporalidad – aquella que conocieron nuestros padres y nuestros abuelos, tampoco es la ciudad que conocen ahora los más pequeños, aquellos que han nacido en el siglo XXI.
No se conocía el término virtual – mucho menos el de ciudad digital-, teníamos únicamente nuestra ciudad real y tangible, de la que nuestra colonia formaba una célula, la que se encontraba en el parque de la cuadra, en la tienda de la esquina donde nos mandaban a comprar, en la escuela, en la casa de nuestros abuelos y nuestras tías viejitas que nos ofrecían soldados de chocolate cuando las visitábamos, la única comunidad que teníamos, era la ciudad, pues.
Hasta los años 90 no tuvimos plazas comerciales, cuyo destino de diversión eran otros sitios, como el parque de las Américas que en aquel entonces nos parecía todo él y por generaciones, un mundo de diversión, un baile de algodones de colores ensartados en un palito, de niños deslizándose frenéticos por las resbaladillas de hierro, perfumado todo por una esencia de azúcar quemada. La imagen de aquellos ábacos gigantes en las rejas, es definitivamente, uno de los primeros flechazos del amor hacia nuestra Mérida.
Más emocionante se volvía –y todavía lo sigue siendo para algunos-, la visita al centenario, que como su nombre indica (toda vez que ahora ya se convirtió en bicentenario), había mirado recorrer por sus caminos a los niños yucatecos, a lo largo de una centuria y un poco más. Testigo de los primeros sentimientos encontrados: la emoción de estar ahí o el berrinche y pataleta por conseguir que te compren aquel iguano de hule-espuma que con su correa de alambre rígido te acompañaba por todo el parque. Testigo de nuestras primeras tomas de decisiones; ¿Qué hacer primero? visitar a los monos o comprar golosinas y paletas en los pequeños iglúes de cemento, estratégicamente repartidos por todo el recinto.
Testigo de nuestro incipiente masoquismo, era el paseo en el trenecito al atravesar su misterioso y oscuro túnel con olor a humedad, donde el griterío de los más grandes terminaba por hacer llorar a los pequeños. Y al final…el trofeo que toda madre yucateca tiene entre sus posesiones: la foto con el caballo de madera.
Cuando los parientes del DF anunciaban su llegada comenzaba a plasmarse como un deseo que inevitablemente se convertía en certeza: la visita a los helados de Colón. Cuando pensábamos en algo dulce, pasaban obligadamente por nuestras cabezas esos sorbetes de exóticos sabores como la crema morisca, o la champola de mantecado. Y pararnos en la vitrina a escoger qué le íbamos a pedir a nuestras madres: si el reloj o el conejo de chocolate. La presencia de los parientes garantizaba, cual chantaje natural, obtener lo que pedíamos.
Cruzando la calle, la “Reina de Montejo”, con aquellos trolebuses y machacados de plátano, así como los platillos voladores, que por su nombre se nos antojaban como una comida fuera este mundo, y que por más que nuestras madres se esforzaran en imitarlos en casa, nunca les quedaban igual.
Hoy, de repente, pareciera que la blanca ciudad; surcada por golondrinas, aquella de Guty Cárdenas, se va desvaneciendo detrás de las grandes construcciones arquitectónicas y urbanísticas en aras de la modernidad. En nuestra Mérida, a la que con dolor le hemos visto sufrir algunas amputaciones en su paisaje urbano, nuestros primeros amores siguen ahí.
Con la esperanza de que los niños del dos mil no anclen en las plazas sus centros de recreo, que no terminen de cambiar los helados Polito por exóticos helados con nombres alemanes y hechos a base de yogur.
De que ni la globalización, que ha hecho su acto de presencia con la llegada de las grandes franquicias estadounidenses, pudiera jamás competir con las costumbres y tradiciones meridanas que se heredan orgullosamente de generación en generación. Los puestos de cochinita de los domingos, por ejemplo, siguen siendo la imagen de nuestra Mérida adorada, en donde las costumbres crean entorno, en la que no hay distinción de clases.
Nos aventuramos a decir que quizá sea el momento de volver la mirada sobre las nuevas formas a través de las cuales construimos las ciudades actuales; revisar la manera en que la “tradición” se conjuga con expresiones originadas en contextos urbanos. Será necesario entender entonces, que la ciudad nos pertenece; comprender la urgencia de apropiarnos de sus espacios públicos, de retomar nuestra capacidad para seguir generando cultura a través del actuar y el hacer en espacios que nos son propios.
La ciudad es así, espacio en el que a un mismo tiempo se mantienen con fuerza tradición y cultura ancestrales, pero también, lugar de gestación y cambio de significados, de prácticas con valores diversos. La de hoy, no es la Mérida del panfleto turístico. Conlleva una fuerza cultural que se basa en el mantenimiento de su tradición, caminando con respeto, a la par de las expresiones culturales a las que les da cabida, las propias, pero también las de nuevo arraigo.
Volviendo a la reflexión de Ortega y Gasset y apoderándonos de ella, insistimos en que la ciudad no es sólo arquitectura: la ciudad es lengua, es tradición y costumbre. Nuestra Mérida, pese a los inminentes cambios y transformaciones, será eternamente como la conocemos, porque la ciudad somos nosotros y nuestra memoria. Porque no hay remodelación para el espíritu. Nosotros, sus habitantes, los de todas las generaciones, mantendremos encendido el quinqué del que es nuestro primer gran amor.
ACERCA DE LOS AUTORES
*Lic. Ana Cruces Gómez
Mexicana, Licenciada en Letras Hispánicas por la Universidad Modelo. Actualmente cursa la Maestría en Bibliotecología e Información por la Universidad de Oriente de Valladolid, Yucatán. Cuenta con estudios de cine, arte y educación, entre otros. Ha impartido cursos a nivel licenciatura en las áreas de Literatura Mexicana, Historia del arte y Literatura medieval española. A la par de su trayectoria académica, actualmente se desempeña en el área de Bibliotecología en la Biblioteca Luis R.A. Capurro Filograsso del Centro de Investigación y Estudios Avanzados de Instituto Politécnico Nacional en Mérida, Yucatán.
Email: capicu@live.com.mx
Twitter: @capicuana
* Dr. Enrique Rodríguez Balam
Mexicano, Licenciado en Ciencias Antropológicas, Maestro en Antropología Social, Doctor en Estudios Mesoamericanos e investigador del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales, UNAM; autor de los libros “Pan agrio, maná del Cielo: etnografía de los pentecostales en una comunidad de Yucatán”, “Entre santos y montañas: pentecostalismo, religiosidad y cosmovisión en una comunidad guatemalteca”, autor de poco más de una decena de capítulos de libros y artículos entre los que figuran “Religión y religiosidad popular en Oncán, Yucatán” (1998), “Apuntes etnográficos sobre el concepto enfermedad entre los pentecostales de una comunidad maya en Yucatán” (2003), “De diablos demonios y huestes de maldad. Imágenes del Diablo entre los pentecostales de una comunidad maya” (2006), “Religión, diáspora y migración: los ch´oles en Yucatán, los mames en Estados Unidos” (2009), colaborador en un capítulo del libro “La UNAM por México” (2010).
En fechas recientes, fue entrevistado para participar como especialista para National Geographic Latinoamérica en la serie “Profecías”. Ha impartido cursos a nivel de licenciatura, maestría y doctorado en diversas universidades, así como conferencias, charlas, seminarios y diplomados con temas relativos a discusiones sobre los pueblos contemporáneos del área maya, particularmente de Yucatán y Guatemala.
Email: enrique.rodbal@gmail.com
Twitter: @javoe
Bellamente descrita mi Mérida que tanto extraño. Les felicito!!!
Muchas gracias!!!