José Murat
Movimientos espontáneos y caóticos, irracionales en muchos casos, pasando por encima de partidos políticos e instituciones republicanas, son los actores estelares de la segunda década del siglo XXI en la reconfiguración de los mapas políticos del mundo, en América, Europa y Asia, la mayoría de ellos con la impronta de la derecha.
Un verdadero retroceso en el desarrollo democrático de los pueblos, incluso de los que se creía eran vanguardia de la democracia liberal como Estados Unidos, país publicitado siempre por los líderes de su establishment como la tierra de las libertades públicas, la tolerancia política y los derechos humanos. Ése es ya un dato del pasado, como veremos más adelante.
El más reciente capítulo de estos fenómenos atípicos fue la contienda por el Congreso de Italia, del que emanará el gobierno como corresponde a un régimen parlamentario, donde los partidos tradicionales fueron eclipsados por los dos polos antisistémicos, derecha e izquierda, que juntos, y sumados a otros grupos informales, alcanzaron casi las dos terceras partes de la votación efectiva, aunque por su dispersión no puedan sumar fuerzas para constituir gobierno.
El denominador común de esas expresiones, M5, la Liga Norte, Fuerza Italia, es que son movimientos xenofóbicos, cerrados, anti Unión Europea y, con sus propias modalidades, grupos neofascistas. Fuerzas emanadas de los miedos, la intolerancia y, en especial, el rechazo a los inmigrantes, a quienes atribuyen todos los males de gobiernos rebasados y democracias desfallecidas.
Pero decíamos que Italia es sólo el último capítulo de una escalada de movimientos que han socavado los sistemas políticos representativos. El punto de arranque fue el llamado Brexit, el voto oscurantista de una mayoría rural, desinformada y extremista, en el referéndum del 23 de junio de 2016, que sacó a la Gran Bretaña de la Unión Europea contra la voluntad de los sectores juveniles, urbanos y progresistas que, aunque no de inmediato, se vieron excluidos de las ventajas del libre comercio y el libre tránsito por Europa con que la mayoría nacieron.
Para sorpresa del mundo, y de los propios británicos, fue el triunfo cortoplacista de un nacionalismo mal entendido, un chovinismo excluyente que en sus consecuencias concretas a corto, mediano y largo plazos, ha dejado una estela de perjuicios compartidos, sobre todo para el mañana: todos ponen, todos pierden. Al paso de los años perderán mucho más. A casi dos años de ese acontecimiento axial, el proceso apenas se ha iniciado.
El Brexit fue un parteaguas en la historia británica y en la propia historia mundial: una decisión irreflexiva, de la cual más de 10 por ciento de los electores del sí se arrepintieron un día después y muchos más al paso de los meses, dejando una cascada de saldos negativos en lo económico, social, político y en lo cultural.
La Bolsa de Valores de ese país y los principales mercados de valores del mundo de Europa, Asia y América retrocedieron, al igual que la libra esterlina, que sufrió la mayor caída en 30 años. Asimismo, la agencia Standard & Poor’s (S&P) bajó drásticamente la calificación crediticia de Gran Bretaña. La economía británica no ha recuperado aún lo perdido.
El siguiente evento heterodoxo y antisistémico fue el triunfo de Donald Trump, quien primero prácticamente arrebató la candidatura del Partido Republicano a las figuras históricas de ese partido y después sorprendió a los sectores más conservadores y regresivos de la sociedad estadunidense, marcando un antes y un después de la alicaída democracia estadunidense el 20 de enero de 2017, fecha de su toma de posesión.
Nosotros lo advertimos desde un principio, cuando todavía no era ni siquiera candidato: señalamos en este mismo espacio de opinión, a inicios de 2016, que se incubaba un movimiento ultraderechista, neofascista, incompatible con la historia de ese país, y cuyas primeras víctimas serían el pueblo y la democracia estadunidenses, para después desparramarse los efectos nocivos por el mundo entero.
La realidad superó los más lúgubres vaticinios: desde las primeras semanas de su gobierno, Trump emitió órdenes ejecutivas en contra de los inmigrantes, el sistema de salud a bajo precio para los sectores marginados, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte y el Acuerdo Transpacífico de Libre Comercio, y el tema más controversial: anunció la construcción de un muro en la frontera entre México y Estados Unidos.
En el propio subcontinente latinoamericano, en Colombia, un referéndum acabó en una primera instancia, en octubre de 2016, con una delicada y complicada construcción de consensos institucionales, cuatro años de negociaciones con todo el apoyo de Naciones Unidas y la comunidad internacional para otorgar amnistía e incorporar a la vida legal a los activistas de la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia y poner así fin a décadas de guerra fratricida, acuerdo de paz que después pudo retomarse.
El siguiente capítulo de fenómenos antisistémicos, ahora sin las connotaciones xenofóbicas y anti libre comercio de los anteriores, fue el triunfo de Macron en Francia, el 8 de mayo de 2017, al frente del movimiento En Marcha, venciendo en la primera vuelta a los partidos históricos e institucionales de ese país y luego triunfando sobre la ultraderecha representada por Le Pen. Prácticamente de la nada, sin el respaldo de ninguna formación política, el ahora presidente del país que legó al mundo las libertades fundamentales y los cimientos de las democracias republicanas se erigió en líder político con el empuje espontáneo de un movimiento coyuntural, formado al calor de la bandera anti statu quo.
Del mismo signo son en España el movimiento Podemos, que no ha alcanzado la victoria, pero que aun con el declive reciente representa una fuerza significativa, capaz de competir con los partidos tradicionales, el Popular (PP) y el Socialista Obrero Español (PSOE).
Estos ejemplos nos advierten a los mexicanos que defender el andamiaje institucional es responsabilidad de todos, de sociedad, del gobierno y de los propios actores políticos.
Aunque no se puede descalificar a priori a los movimientos antisistémicos, sí debemos tener claro que en la mayoría de los casos obedecen al hartazgo de coyuntura, el debilitamiento del establishment, el recelo por la clase política en su conjunto, lo que es una severa llamada de atención para elevar los rendimientos concretos de la democracia representativa, los bienes, servicios y acciones del Estado en favor de la sociedad todos los días, la llamada legitimidad de ejercicio que invariablemente debe acompañar a la legitimidad de origen, el mandato transparente de las urnas.
Pero que la necesaria autocrítica y los cambios que sea preciso impulsar no rebasen los parámetros de la propia democracia, no se traduzcan en retrocesos, en pérdida de lo avanzado, especialmente la vigencia de las instituciones de la República, comenzando por el sistema de partidos políticos.