Pablo Majluf
Ciudad de México 24 de mayo de 2018.- La mutabilidad de López Obrador -de día Jekyll, de noche Hyde- es tan contemporánea, tan fiel sello del neopopulismo global, que bien podría ser estrategia de campaña, más que corolario involuntario de una personalidad fragmentada. De hecho, si sintetizáramos en una palabra el discurso de los políticos irresponsables hoy, en la nueva polis digital, sería justamente ésa: fragmentación.
Consiste en seducir a diversos grupos -cada uno ensimismado en su propia caja de resonancia cibernética, algunos de ellos incluso enfrentados entre sí- prometiéndoles lo que consideran justo. Como varios han propuesto (en México Macario Schettino) se acabó la vieja política vertical y homogénea del siglo XX que invitaba a las grandes masas, a través de los medios tradicionales de comunicación, a discutir algunas soluciones a unos cuantos temas. Ahora son miles de demandas de cientos de agrupaciones dizque representadas en las redes sociales… es decir, sin un claro interlocutor. A la sombra de semejante ruido, es imposible darle gusto al agregado, de modo que los políticos imprudentes prefieren dividirse y ofrecerle a cada quien su desagravio. A juzgar por su veleidad, nadie lo entiende mejor que López Obrador.
También se ha dicho que el gran pionero de semejante colectivismo fue ni más ni menos que el régimen de la Revolución mexicana. Discrepo. El PRI hegemónico intentó incluir a todos los sectores sociales, pero a las arcas del Estado, y a través del mito revolucionario, por lo que su dinámica fue absorbente, de afuera hacia dentro, centrípeta. El neopopulismo fluye en el sentido contrario: de adentro hacia fuera, se atomiza para darse a todos, su dinámica es centrífuga.
No, el verdadero poster child fue Trump, aunque también así ganaron Farage y Johnson en Gran Bretaña, y Beppe Grillo, un showman televisivo (como Trump) en Italia. Pero ellos son pináculos visibles. En realidad los idearon genios más que siniestros de la comunicación. En el caso de Trump: el extravagante Roger Stone, el maniático Steve Bannon y el fabulosamente rico y libertario jamesbondiano Robert Mercer, también benefactor del Brexit y principal aportador de datos a Cambridge Analytica y Breitbart News. Hoy sabemos que a Trump lo construyeron en esa lógica desde al menos 2011.
La fórmula es clara: estimular, provocar, incitar y avivar los enojos, miedos, resentimientos y anhelos de los diversos grupos del ecosistema hasta exacerbar -y eso es lo más importante, pues de lo contrario qué diferencia habría con la política tradicional- las discrepancias entre sí, de manera que el redentor pueda ofrecer soluciones ad hoc a cada uno: remedios personalizados, para usar un concepto vigente. De la polarización resultante, la apuesta es apelar a la mayor cantidad de grupos posible. El candidato más heterogéneo -el que ilusione a la mayor cantidad de grupos- ganará. Por eso, entre más incoherente mejor.
Es justamente lo que -para sorpresa de muchos pero corroboración de versados- le permite a López Obrador y centinelas decir algo ante cierta audiencia y exactamente lo contrario ante otra; ser anticapitalista en el sur y liberal igualitario en el norte, secular aquí y religioso allá, reaccionario de día y reformista de noche, ultraconservador y progresista, moderado y radical, en fin: un popurrí posmoderno que no obstante su esencial esquizofrenia ha demostrado una efectividad enorme.
El problema es que tarde o temprano ya en el poder, en algún punto de la imposibilidad, los engañados se percatan que las promesas, tan dispares, son simultáneamente inasequibles. Y ya sea por el simple ánimo del salvador de resolver, o por la necesidad de contener el torrente de caprichos, acaecen las pulsiones autoritarias. En democracias sólidas, como ahora vemos en Estados Unidos y Gran Bretaña, con suerte el sujeto se vuelve un payaso y acaso pierde la próxima elección, no sin dejar un legado ominoso. En las débiles, estamos por ver.