*Los sombreros de palma se han convertido en una artesanía de sobrevivencia para miles de habitantes de las zonas indígenas de Oaxaca, principalmente de la región Mixteca
*Intermediarios y acaparadores pagan precios miserables a las mujeres productoras y los revenden en la capital del estado, zonas turísticas de México y del extranjero a precios exorbitantes, sin que esos beneficios lleguen a las artesanas
Ernestina Gaitán Cruz
Juana Mendoza Diego es tejedora de palma. En su natal Jocotipac, Cuicatlán, las mujeres han elaborado sombreros desde siempre. Encerradas en cuevas, paradas mientras esperan para realizar un trámite, en reuniones o en las noches, cuando ya están libres de sus labores cotidianas
Las antepasadas, dice, hacían básicamente sombreros que juntaban para cuando llegara el empleador y les pagara una mínima cantidad que prácticamente no les dejaba ganancias. Ahora, ante la necesidad, algunas los van a cambiar a la tienda por cebollas, papas o un refresco, lo que necesiten.
El procedimiento es el mismo, un intermediario reúne las piezas para venderlas a los empresarios en grande que les dan el terminado fino y los llevan a comercializar a otras entidades o países, en un viaje en el que cada vez incrementará más su precio en pesos mexicanos o en dólares y por supuesto sin mayor beneficio para los artesanos.
Por ello, Juana Mendoza y su familia -en la que hay 10 tejedoras entre suegra, madre, hermanas, tías e hijas-, decidieron salir de su comunidad para venderlos de manera personal, también para aprender otras formas de innovarlos y elaborar lo que les piden los clientes. Así diversificaron y además de los tradicionales sombreros, ofrecen tenates para las tortillas, petates, bolsas, aretes y pulseras de diferentes formas y tamaños.
“Las mujeres sobrevivimos haciendo sombreros de palma y desgraciadamente es un trabajo muy mal pagado. Por eso salimos a buscar personas que se interesen por las artesanías de palma y valoren nuestro trabajo”, cuenta en entrevista.
Juana tiene 25 años de dedicarse al oficio que todas aprenden desde los ocho años de edad. Empezó a tejer sombreros pequeños y lo hizo para comprarse los lujos que se da una jovencita, como comprarse una donita para el cabello, crema para la piel, moñitos, calcetas o un lápiz. “Mi mamá me decía ponte a tejer para que halles lo que necesitas, así me enseñaron a trabajar desde niña”.
Mi mama, mi abuela, mi bisabuela, mi suegra, todas saben tejer y así vamos aprendiendo, igual nuestros hijos. Es una cadenita que hacemos para que no se pierda nuestra cultura con el trabajo de la palma, porque ahora se usan otros materiales que contaminan mucho, pero la palma es de la naturaleza”, dice.
La palma vamos a recogerla al campo. Tenemos varias hectáreas y vamos a cortarla, luego la dejamos secar al sol, por cinco días. Cuando está seca, viene el proceso de rajado o separación, como si fuera rasgar una tela, de diferentes grosores. Se hace con un cuchillo, una aguja o simplemente las uñas.
Y de ahí empieza el tejido al entrecruzar los listones para formar sus productos, en un proceso que debido al continuo contacto con las palmas que tienen filo, les desgastan la piel de las manos y las puntas de las uñas. “Se lastiman nuestras manos, pero es el trabajo. Tenemos que hacerlo porque no tenemos otra fuente de ingreso”, cuenta.
En cuanto a la venta, explica que, al terminar el sombrero de manera simple, que es “pachoncito”, es decir sin ribetes, deben llevarlos a donde los puedan planchar, porque no cuentan con una planchadora. “Pero tiene un costo que pagamos de nuestro bolsillo y a veces no resulta porque como no valoran el trabajo, lo pagan a bajo precio”.
Juana Mendoza Diego platica que elaboran dos sombreros al día, aunque depende del tamaño porque hay productos que hacen en unas horas y otros, en varios días. Los venden al intermediario en 15 pesos, costo que incluye su mano de obra y los cinco pesos que les cuesta el planchado de cada sombrero.
Si no tiene planchado y es un sombrero sin ribeteado, lo venden barato al empleador. Por eso algunas mujeres terminan de hacer un sombrero y van a la tienda a cambiarlo por algún producto que necesiten. En la tienda, el comerciante los junta y los vende a quien va comprando de pueblo en pueblo.
Por ello, su familia ha buscado vender de manera directa para ganarle un poco más y para lograrlo han participado en mercados y exposiciones para mostrar lo valioso de su trabajo, además de que se esmeran en hacer productos más refinados. El traslado que hacen cada semana a la ciudad de Oaxaca, les cuesta la ida y vuelta en pasajes por persona, además de la comida y a veces la estancia.
“Desgraciadamente ganamos poquito, pero es porque no valoran nuestro trabajo. Las manos se desgastan se rompen las uñas y además no nada más nos dedicamos a la palma, también vamos al campo, hacemos el trabajo de casa, cuidamos a los hijos y esto es pesado”, dice.
Trabajamos en la nochecita cuando la familia ya está descansando. Tenemos que desgastarnos un poco más para tejer dos o tres piezas de sombrero para sacar adelante a los hijos.
Mi horario es de 7:00 a 11:00 de la mañana hago el trabajo de casa, las tortillas, el almuerzo, lavar los trastes y dejo a los hijos a la escuela. De 11:00 a 13:00 horas tejo lo más que puedo y de ahí vuelvo al mercado, cocinar, lavar la ropa y en la tarde, de 8 a 10 u 11 de la noche, vuelvo a tejer.
Me gusta mi trabajo porque sé que de ahí voy a mantener a mi familia, y cuando conozco personas que valoran lo que hago, me realza el ánimo y me dan ideas para hacer productos diferentes como lamparitas o cestos.
Cuando empecé me costó mucho hacer una pieza. No dormí en una noche por querer sacarla, hasta que la hice y supe que, si quiero, lo puedo hacer. Tengo tres hijas, Las grandes ya saben hacer algunas piezas como pulseras, anillos, aretes, van buscando tejer cosas nuevas ya no solo los sombreros. La de cuatro años apenas toca la palma para jugar, como empezamos todas las mujeres de la familia.
ernestina.gaitan@gmail.com