*Emmanuel Carballo señaló que la humildad del autor de Pedro Páramo, fingida o sincera, resultó a la larga más productiva que las jactancias en voz alta de Paz y Fuentes, quienes amaron la publicidad y la utilizaron en su búsqueda de éxito y poder
Estuve bajo la tutela literaria de Juan Rulfo, Francisco Monterde y Juan José Arreola, durante más de un año en el legendario Centro Mexicano de Escritores. No fue fácil. De pronto, Arreola se irritaba y dejaba su gracia natural para transformarse en un crítico demoledor o Rulfo se incendiaba y sabía ser mordaz, terrible. Sólo Monterde conservaba la serenidad. La lectura, entonces, se hacía nerviosa, tensa. Yo no padecí los enojos ocasionales y momentáneos del segundo. Sus palabras, a diferencia de las de Arreola, no eran chispeantes, pero lograban mayor profundidad. Sabía dar en el punto exacto y mostrar los defectos y virtudes de un texto literario.
En términos generales, y como todo buen profesor, Rulfo no era agresivo con sus alumnos, tampoco complaciente. Se situaba en un razonable tono intermedio. No solía generalizar. Le gustaba recomendar lecturas según las aficiones y tendencias de sus alumnos. Mi generación fue injusta con Rulfo. Buscando una completa ruptura con lo predominante, lo rural, se fue hacia el otro extremo: Arreola y su mundo cosmopolita cercano a Kafka, Schwob y Borges.
Rulfo era ajeno a la publicidad, la que Octavio Paz y Carlos Fuentes amaron pasionalmente y utilizaron en su búsqueda de éxito y poder. Emmanuel Carballo señaló que la humildad de Juan Rulfo, fingida o sincera, resultó a la larga más productiva que las jactancias en voz alta de los dos escritores citados. Por todo el orbe, Rulfo disfrutó de homenajes y reconocimientos, traducciones y un sinfín de tesis y trabajos críticos sobre su obra.
Pocas veces aparecí fotografiado con Rulfo. Recuerdo una, porque la revista Tiempo, dirigida todavía por su fundador, Martín Luis Guzmán, publicó un par de fotografías. Allí aparecemos un grupo de narradores mexicanos en torno a un editor español afamado: la casa es de Paco Ignacio Taibo I y estamos Huberto Batis, Emmanuel Carballo, Fernando del Paso, Juan Rulfo y Juan José Arreola, yo y alguien más que se me escapa. El dueño de la editorial nos invitaba a publicar. Comenzaba tal proyecto con Rulfo.
Concluida la beca del Centro Mexicano de Escritores, seguí cerca de Arreola, pero cuando podía me gustaba conversar con Rulfo en un café de Insurgentes. Las pláticas con él no eran intercambios de monosílabos como algunos han dicho, eran clases informales de literatura. Su conocimiento acerca de la novelística mundial era preciso. Una tarde me habló de autores brasileños. Comenzó con Joaquim Machado de Assis, padre del realismo en su patria. Lo desmenuzó situándose en su época. Concluyó con Jorge Amado y João Guimarães Rosa. Del primero hizo énfasis en Capitanes de arena y del segundo, habló largamente de Gran Sertón Veredas. Eran monólogos enriquecedores. Hablaba con profundidad de Asturias, Carpentier o de autores europeos poco conocidos en México. Un maestro memorable y una clase magistral camino a su casa, sin mirar a la gente que caminaba a nuestro alrededor. No tenía la firma de Rulfo en sus libros. Para subsanar el error, en mi automóvil llevé por años El llano en llamas y Pedro Páramo en espera del encuentro que me diera su autógrafo. Jamás ocurrió el milagro. A cambio me regaló una foto suya con una hermosa dedicatoria.
Rulfo me hace reflexionar en sus formidables estructuras, en sus bien pensadas historias. Talpa, por ejemplo, un monólogo que apenas dura unos minutos, quizá no más de tres, lo que dura el llanto callado de Amalia en los brazos de su madre. Sin embargo, en este reducidísimo tiempo, encontramos una infinita riqueza de sentimientos y pasiones, un triángulo de perversiones y arrepentimientos, de amor-pasión y crueldad, que ocurre a lo largo de una dolorosa peregrinación en busca de alivio para el hombre que agoniza y debe morir para que florezca una nueva relación. Relatos de compleja estructura que normalmente requerirían de grandes extensiones, Rulfo los consiguió en pocas páginas.
El crítico estadunidense James E. Irby señaló la influencia de Faulkner en Onetti, Revueltas y el propio Rulfo. Es probable, particularmente al leer los cuentos del norteamericano como Estos trece y Miss Zilphia Gant, obras breves de temas tormentosos, cuyos andamiajes ponen en entredicho la grandeza de las novelas-río. Le pregunté a Revueltas si ello, en su caso, era cierto y me dijo que en la época en que escribió sus obras iniciales, no leía inglés y Faulkner aún no estaba traducido al castellano. Pero independiente de las afanosas búsquedas de influencias que los críticos padecen, en Rulfo, un genio enigmático, se conjugan los méritos de muchos más narradores, propios y extraños y, sobre todo, la presencia de un universo profundamente mexicano.
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