José Luis Pérez Cruz.- El gusto por el chocolate de agua es algo que traigo desde niño, el olor que despide desde lejos abre las ganas de remojar el pan para degustarlo; muy pequeño, recuerdo -muchas mañanas- a una mujer que ofrecía tazas humeantes y coronadas de espuma, siempre llegaba y se detenía, “¿le dejo chocolate doña Lola?” decía la mujer, entonces, mi abuela ponía enfrente de mí una de esas tazas, hoy no dudo que era su cortejo de amor, justo antes de iniciar una jornada de trabajo en el mercado ‘Benito Juárez’.
Cuando doña Lola nació en la eternidad, mi alianza de chocolate de agua la sellé con mi madre, en cada mañana, ese néctar era básico para dotarte de energía, y en cada tarde o noche era la ofrenda que se servía por el disfrute de estar juntos.
El gusto por el chocolate de agua se cocina desde que se llega al molino, cuando se mezclan y muelen los ingredientes, se lleva la molienda caliente a casa para ayudar a entablillarla, luego se guarda en una olla con papel de estraza y ahí se deja reposar hasta que el antojo ordene poner a hervir el agua y desenfundar el molinillo.
Preparar un chocolate de agua es un placer, sobre todo arrancarle la espuma, la que te indica si está bueno o no. Pero eso sí, “bien aguadito”, porque así lo pedía mi madre, cuando el chocolate de agua nos volvía cómplices para saborearlo a escondidas. “Total, de algo se va uno a morir”, decía con esa sonrisa enorme y una contagiosa carcajada.
Hoy, tomar chocolate de agua es llenarte de vida, de emociones, de recuerdos, para sellar compromisos y anunciar nuevas alianzas de amor, es mirarte en los momentos más felices, evocar consejos y sabrosas anécdotas, es recordar a mi mamá Lucha y a mi abuela Lola, es reírte de la vida y de la muerte en cada sorbo, porque hay sabores que nos hacen eternos.
(A mí madre, hoy en su cumpleaños).
Chocolate de agua
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