Salvador Flores Durán
Oaxaca.- Las festividades de los Días de Muertos en Oaxaca, en los que los difuntos “regresan” del más allá a disfrutar de los placeres de los vivos, de la comida, el chocolate, el mole o el mezcal, es una de las más importantes tradiciones culturales y sociales de los pueblos del estado, y tiene fuertes raíces en las culturas indígenas y prehispánicas.
De acuerdo con los antropólogos Cira Martínez López, Marcus Winter y Robert Markens, autores del libro “Muerte y vida entre los zapotecos de Monte Albán”, los zapotecos enterraban a sus muertos bajo la casa de los vivos con el deseo de mantener sus espíritus cerca, “los parientes al morir se convertían en entes sobrenaturales que podían interceder por los vivos ante los dioses para proveerlos de lluvias y asegurar las cosechas, entre otras cosas”.
La importancia de las festividades de Todos Santos en los pueblos indígenas de Oaxaca revelan la estrecha relación que los vivos guardan con la memoria de sus ancestros, e incluso miles de oaxaqueños migrantes o radicados en otros estados del país y del extranjero regresan a sus pueblos específicamente para honrar a sus muertos.
La tradición no desapareció con la llegada de los españoles, y por el contrario se hizo más fuerte en el sincretismo de las culturas.
Los arqueólogos explican que en la antigua ciudad de Monte Albán, difuntos y vivos mantenían lazos más allá de la muerte. Quienes permanecían sobre esta tierra no tenían que ir muy lejos para visitar a los ancestros, bajo el piso de sus casas se encontraba la eterna morada de los jefes de familia, de acuerdo con los arqueólogos.
Tanto en el registro arqueológico como en los escritos de los españoles, hay claras evidencias de que los vivos volvieron de vez en cuando a abrir y a entrar en las tumbas, quizá para comunicarse con las almas de sus antepasados, señalan los autores del libro “Muerte y vida entre los zapotecos de Monte Albán”.
En el libro editado por el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), los autores explican la organización social de la urbe mesoamericana mediante la descripción de 21 sepulcros explorados entre 1992 y 1994, durante los trabajos del Proyecto Especial Monte Albán.
Winter explica que el análisis de estas veinte tumbas ha contribuido a entender la estructura de la sociedad zapoteca y sus cambios a través del tiempo, por lo menos desde su fundación hacia 500 a.C. y a lo largo de su desarrollo que puede extenderse hasta 850 d.C.
Las sepulturas eran sencillas, compuestas por cajones rectangulares en las que era depositado un solo individuo, posteriormente comenzaron a construirse dos o tres para cada casa de la élite, explican en el libro.
Indican que un cambio significativo en la tradición funeraria comenzó en el segundo siglo de nuestra era, en la llamada fase Niza (100 a.C. al 200 d.C.). Varios difuntos se colocaban en un mismo espacio, inclusive, la evidencia arqueológica demuestra que en algunos casos llegó a remodelarse la casa, pero la tumba bajo el piso de la misma se mantuvo como núcleo familiar.
De acuerdo con el especialista, alrededor de 600 d.C., en el Clásico Tardío, en Monte Albán, Lambityeco y otros sitios de los Valles Centrales, las mujeres se hicieron presentes en la iconografía, lo mismo en piedras grabadas que en representaciones en los sepulcros. Esto apunta a su ascensión social a través de las alianzas matrimoniales que tenían por objetivo sustentar el poder.
Las tumbas de los antiguos zapotecas habitantes de Monte Albán, señala, explica que la práctica ritual relacionada con el poder, el rango social y el linaje parece reflejarse en los entierros, los que en buena medida corresponden a individuos adultos, sobre todo adultos mayores de uno y otro sexo, lo que de algún modo también explica la recurrencia a los ancestros.
En el Clásico Tardío (600-850 d.C.), las familias colocaban a los niños y adolescentes en sencillas fosas individuales cavadas en los pisos de los aposentos y el patio de la casa, mientras los jefes de familia de las clases media y alta eran enterrados en una tumba arquitectónica hecha de mampostería e instalada debajo del hogar.
Los especialistas, dedicados por años al estudio de Monte Albán, detallan que la práctica por parte de los descendientes de realizar visitas al interior de las sepulturas, puede ejemplificarse con el caso de la tumba 207. Los arqueólogos indican que en ella se registraron los restos de cuatro adultos que probablemente representan dos generaciones de padres de familia.
“Los miembros de la tercera generación de la residencia abrieron el cubo de acceso para efectuar un rito frente a la tumba de sus padres y abuelos, al parecer pidiendo por maíz con incienso de copal quemado en un sahumador. Lo deducimos por la ofrenda contenida en una vasija decorada con dos personajes y un atado de mazorcas”, señalan al explicar la función que para los zapotecas tenía los difuntos como intermediarios con el más allá.
Los investigadores concluyen que la razón por la que los zapotecos enterraban a sus muertos bajo la casa de los vivos era el deseo de mantener sus espíritus cerca porque los parientes al morir se convertían en entes sobrenaturales que podían interceder por los vivos ante los dioses para proveerlos de lluvias y asegurar las cosechas, entre otras cosas.