Jorge Gilberto Olivas Mendoza
Foto: Twitter @EDGARTORRENTERA
Gregorio se levantó ese día más temprano de lo acostumbrado, sabía en su interior que algo extraordinario estaba por suceder. Era 12 de marzo, día de San Gregorio Magno, día de su cumpleaños, así que tuvo especial cuidado en su arreglo.
La camisa blanca, impecable y un traje azul oscuro con apenas visibles rayas blancas. Los zapatos negros lustrosos y una corbata roja de seda italiana haciendo perfecto contraste con el resto del atuendo. El cabello engominado y peinado hacia atrás.
Se colocó un clavel blanco en la solapa y se dirigió al Parque Central de la bulliciosa ciudad de Torres Blancas, en Santiago Xalitzintla.
A un costado del kiosco del parque, se encontraba Azucena. Miraba al horizonte y sentía la brisa fresca de la mañana sobre su rostro. El viento le volaba el negro cabello que llevaba en una melena a medio hombro.
Se sentía melancólica por la enésima discusión con su madre, quien la apremiaba a que aceptase a Carlos, su eterno enamorado. Desde que se conocieran en la escuela secundaria, ella sabía que no podría corresponderle de la manera que él deseaba y que siempre lo vería como a un entrañable amigo y nada más.
Ensimismada con estos pensamientos, no se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor, cuando de pronto sintió una mirada penetrante sobre sí. Al volverse lo vio y todo su ser se sacudió con una emoción hasta entonces desconocida, como de un sentimiento antiguo, vivido en un tiempo eterno.
Gregorio, alto, moreno, atlético la miraba fijamente sintiendo aquel mismo arrebato tan temido y anhelado al mismo tiempo. Se reconocieron. Nada se dijeron, no medió palabra alguna entre ellos. Se acercaron uno al otro y se tomaron de la mano como algo natural, como la continuidad de algo vivido.
Gregorio la condujo a un pequeño hotel localizado a un costado de la plaza. Hizo el registro como un matrimonio más en busca de un poco de aventura.
La habitación en penumbra sirvió de marco para la perfecta entrega del uno para el otro, se reconocieron en cada centímetro de sus cuerpos vibrantes y se fundieron en uno solo, como un volcán en explosión.
Después, ya con el alma sosegada, ella se quedó dormida, y Gregorio supo que había llegado a puerto, que jamás podría dejarla y siempre la contemplaría así, recostada en la eternidad.
Gregorio, Don Goyo le nombrarían al paso del tiempo, encendió un cigarrillo y aspiró con fruición, para luego lanzar una gran fumarola de humo azul…
En su sueño, “tomó una antorcha y prometió que nada apagaría el fuego con el que velaría el cuerpo de su amada”.