La urbe en tinta negra/Judith Bravo Contreras
*Cuando el hombre trabaja, Dios lo respeta, más cuando el hombre danza, Dios lo ama
Ciudad de México.- Bailar, ¿Qué es bailar? Moverse ¿Qué es moverse? Vida. La vida es movimiento y así comienza todo. Para nacer, acompañar a la muerte, ser fértiles y poner a trabajar al Dios. Así, arriba, mientras Dios y sus ángeles ven cómo arreglarán este mundo loco; abajo, en el piso más pisado de toda la colonia Obrera, suavemente se agita una amante muchedumbre: Son los danzoneros.
Foto: Jorge Santiago
La calle se ha ido quedando quieta. Es domingo, dieron ya las ocho de la noche y los ciudadanos del ‘Colonia’ llegan temprano, No siempre son amigos, pero invariablemente resultan cómplices, y como tales cruzan la cortina negra que separa al Salón Colonia del resto del universo, nadie lo dice, pero todos son sabedores de que la vida sin baile nomás no es vida, y que a un lugar como éste sólo se viene a girar, y a nada menos que eso, con el aplomo de quien podrá no ser dueño de su futuro, ni de su destino, ¿pero qué tal del instante?
Al grito de “Hey familiaa, danzón dedicado a los gentiles bailadores y damitas que les acompañan…” grito, que al escucharlo de bote pronto, cimbra, y te hace voltear alerta a confirmar que entorno no se ha vuelto en blanco y negro.
Y entonces, tomar la libreta y escribir: “…Estamos en el salón Colonia, que es un espacio diseñado para la recreación colectiva a través de la expresión corporal…es un lugar en donde los asistentes aprenden y reproducen determinados patrones de movimiento y en esa medida constituyen un medio de comunicación…por lo general las parejas bailan muy pegados y sacrifican la velocidad por el estilo…el movimiento es muy sutil y sin un gran desplazamiento en la pista…los exagerados dicen que una buena pareja de danzón debe ser capaz de bailar en el área equivalente a una moneda de centavo…nos cuentan que los viejos salones de la ciudad han sobrevivido al embate de la modernización durante cuatro decenios…y que todo se lo debemos a la existencia de grupos de bailadores que ahí siguen, necios, recreando una práctica cultural que, además de ser, para ellos, un importante eje identitario, se ha constituido en una tradición…y…escrito así…¿a quien fregados le importa?”
La tarea fue platicar con varios y varias bailarines eternos de la tercera edad y escuchar, más que un acto de memoria, una muestra de arqueología espiritual. Caminar un poco en la historia del monstruo a cuyas fauces nos habíamos metido. En la actualidad solamente existen tres salones de baile en esta ciudad monstruo: el ‘Colonia’ que empezó a operar en 1922 en la colonia Obrera; ‘Los Ángeles’ construido en 1937 en la Guerrero; y el California Dancing Club inaugurado en 1954 en la Portales. O sea, que estábamos en el mero corazón del decano, en la mismísima ‘Catedral del Danzón’.
El arribo del danzón a tierras mexicanas se dio desde Cuba a través de la península de Yucatán; posteriormente el danzón llegó a Veracruz, en donde a diferencia de Yucatán, todavía es un elemento vivo y activo de la vida cultural del pueblo jarocho. De Veracruz, el danzón emigró a la ciudad de México donde ha evolucionado a lo largo de los años, luchando por seguir vigente y en el gusto popular, alimentando la historia cultural de México en sus salones de baile…
Quedamos entonces, que en 1922 fue inaugurado, con la debida pompa y circunstancia, y muchos años más tarde, una alegre tropa, debutamos en esa pista. Primero en plan de observadores y después…se hizo lo que se pudo.
Ver a las parejas bailar, detenerse, escuchar la música, mirarse a la cara, sonrisas y complicidades, bailando; no, yo digo: “traspirando” “viviendo” un danzón: baile que surgió entre 1850 y 1870, género derivado de la danza y la contradanza, mezclando estos bailes de salón criollo con los influjos ya mestizos del son; y que ha sobrevivido y se ha retomado, porque existe la necesidad de volver al baile de pareja enlazada y establecer un vínculo entre dos.
Observo y percibo un gran erotismo contenido, en el que la pareja siente a profundidad, pero lo manifiesta de una manera sutil. “Eso es el amor”, pienso. Y hago una promesa: “…yo me enamoro para siempre, no para tiempos escritos. Siempre habrá un danzón pendiente en Mocambo. Siempre lo habrá…”
Allí bailar es una actividad muy exigente que impide mirar, recordar, entristecerse y experimentar una especie de síndrome de “Susanito Peñafiel” cuando contempla cómo el México de sus recuerdos va desapareciendo cual si fuera pintura de agua en el agua.
Las mujeres del Colonia, no bailan con cualquiera, eso lo vimos. Uno de los nuestros, al calor de la música se armó de valor y fue a sacar a bailar a una bella septuagenaria que estaba moviendo el abanico en una de las largas bancas color naranja. Regresó en calidad de mosca con trapazo “me dijo que no, porque yo no sabía bailar”. Yo estaba junto a mi amiga Rosalía, una mujer que tuvo en su niñez Poliomielitis y se acompaña de un bastón para caminar. Estábamos anote y anote, observe y observe. En la pista hay un viejo bailarín, es el mejor de todos, la gente le hace rueda cuando baila, es un danzonero de corazón, él ha visto a Rosita y ha adivinado sus ganas de bailar. Se acerca y le tiende la mano a una Rosa que no lo puede creer, y le dice: “Usted no se preocupe, vamos a bailar y no la voy a lastimar, usted confíe en mi…” y diciendo esto, Rosita me pasó su bastón ¡Qué importaba el mundo si una colega estaba bailando con el mejor!
¿Saben ustedes la definición de la felicidad? Era el rostro iluminado de una flor que jamás había bailado…danzón. Todavía hoy, nomás de acordarme, miren cómo me pongo. De tanto ver ya habíamos sacado los pasos del baile, los compases que se deben seguir, los momentos en que se detiene el baile y la postura que se debe tomar para ejecutar el danzón de la forma correcta…qué tanto es vivir tantito…
Llegar al danzón “Juárez” nos llenó de emoción… ¿cómo va? a ver, no te salgas del cuadrito imaginario. un-dos, un-dos-tres… “Juareeez, no debió de morir, ¡Ay! de morir…si Juárez no hubiera muertoo….” (pausa) “Todavía viviría” ¡cha-chan!
Silencio breve y regresa la cadencia, y vuelven los pies a flotar…En el espacio sin tiempo del Salón Colonia, donde no hay mayores protagonistas que los ojos ni mejores amantes que las pantorrillas.
El salón más parece un enorme bodegón. A la entrada hay dos altares, uno a la izquierda y otro a la derecha, con sus veladoras. Entras y es austero, muros y columnas que, como sus diablos en relieve, se debaten entre el rosa y el dorado; arpas esculpidas sobre las paredes, largas bancas anaranjadas, todas pobladas de mujeres que sólo esperan el momento de volver a girar. Balcones, mesas, meseros que se han pasado la vida viendo a parejas bailar, entre aplausos a los músicos y viajes a la mesa. No hay más que pista y el estrado para las orquestas (danzoneras, les llaman). Sin embargo, la música es la mejor decoración de todas.
En el estrado se dieron turnos a más de cuatro danzoneras y en la pista había un mundo de amantes de todas las edades y de todas las condiciones sociales.
¿Bailadores? Al principio solo se veían entrar mujeres, del brazo de sus compañeros de baile, una manifestación de las mejores galas, sombreros, plumas, collares en pechos descubiertos, vestidos de satín, tacones y medias de malla, caminando a paso lento paseando osteoporosis y artritis hasta traspasar el umbral. Poco a poco se fue develando que ese fuego, el que obliga a los tobillos a seguir una traslación interminable, no se halla en la pelvis, sino más adentro. En el reino del danzón, las apariencias como la juventud y la belleza física, han sido suplidas por el encanto de lo permanente. Paso a pasito, sale la belleza escondida, las inconfesables asimetrías se hacen transparentes y en un instante, cuando los metales de la orquesta traspasan como agujas la piel de la emoción, se puede asegurar que bailar el danzón, dejarse embrujar por él, es cerrarle las puertas a toda fealdad.
Así como lo vi, ahora digo que en el principio fue el danzón y aunque los ritmos y las modas vayan y vengan, al final, el danzón siempre vuelve a imponerse. Y ahora digo también que ya no conozco otra música más bailable y cadenciosa.
Todo esto pasó, o tendría que haber pasado, pero en mí, lejos de pasar, permanece. Como historia de amor interminable, como el deseo…como un buen danzón, que al igual que toda historia de amor que se precie de ser cierta, insiste en ser asunto de dos, y de nadie más.
Nota: Un día después de esta experiencia, el Salón Colonia amaneció desalojado: las largas bancas anaranjadas se veían a gran distancia amontonadas en las banquetas. Así como el resto mobiliario arrancado de pisos y paredes. Mientras a lo lejos se escuchaba el danzón Colonia, de Alejandro Cardona, “Me voy al Colonia, me voy a bailar, me voy al Colonia, me voy a gozar…”