La obsolescencia de las cosas

Alicia Alarcón

* Serge Lotouche, economista y sociólogo francés señala que si la felicidad dependiera del nivel del consumo deberíamos ser absolutamente felices porque derrochamos 26 veces más que en tiempos de Carlos Marx

*las encuestas demuestran que la gente no es veinte veces más feliz porque la felicidad es siempre subjetiva

Foto: Cristian Newman, Yuriria, México

*Tampoco tenemos remordimiento de conocer a donde van dar los residuos de nuestras compras de felicidad desquiciada. ¿No será acaso que nosotros somos los obsoletos?

¿Cuándo fue la última vez que cambiaste tu celular? ¿Te compraste ropa impulsado más por la moda que por la necesidad? ¿Por qué los objetos se vuelven obsoletos? ¿Cuántas veces hemos escuchado: “¡Tíralo no importa que aún sirva!”?  En casa la mayoría de los electrodomésticos funcionan, pero actualmente son obsoletos. Entre estos bienes, tengo el decano: una lavadora que cumplió un cuarto de siglo; así como una televisión, dos reproductores de video casetes y de discos compactos; un aparato de sonido, varios modelos de celulares con cables enmarañados guardados en un cajón, y una impresora inalámbrica que en la factura especifica: “Diseño programado para mil copias o tres años de vida”.

De esta lista lo único que sigue siendo útil es la lavadora, gracias a que como se dice “me salió muy buena”, pero es obsoleta porque no tiene la diversidad de programas que exige una moderna. La televisión tiene una década conmigo, ya es antigua para los cánones de la modernidad porque no cuenta con la última tecnología, no es on line para ello se requiere de un dispositivo especial. No se diga los reproductores de video, aunque sirven, ya no son necesarios porque han quedado rebasados por el cine digital, aunado a que los video clubs dejaron de existir.  Por otro lado, las baterías de los celulares ya no son útiles, y los cables son incompatibles con la última generación. Finalmente, la impresora falla constantemente, me han dicho que repararla me sale más caro que comprar una nueva. Estos aparatos han ido formado un cerro de objetos obsoletos, que han sido sustituidos por otros más modernos, los cuales, en poco tiempo también se volverán obsoletos.

Aún recuerdo en mi infancia que los foquitos navideños se fundían con facilidad, y era común ir a repararlos cambiando uno solo. Hoy es más fácil comprar la nueva serie que reparar alguno, sin preocuparnos que al término de la temporada ya no “funcionen”. Total, en el próximo año compraremos la novedad más reciente, y así sucesivamente.

Qué quiere decir obsoleto. “Del latín obsoletus. Inadecuado a las circunstancias actuales. Anticuado”. Es decir, muchas cosas que poseemos y funcionan, debemos desecharlas porque son innecesarias ya que están incluidas en nuevos dispositivos, como un despertador, son viejas, anticuadas o pasadas de moda para una sociedad moderna, en cuyas entrañas lo que importa es construir consumidores impulsados por la publicidad y por las marcas.

Así que no es casualidad que tener que estar “actualizado” se vuelva un círculo vicioso interminable, que fortalece aquellas empresas que ofrecen la más reciente novedad en todos los ámbitos, armonizado con una publicidad por todos los medios posibles.

A este proceso se le conoce como obsolescencia programada, que comenzó a hacerse presente hace casi un siglo, en 1928.  ¿Programada? Sí programada deliberadamente, con propósitos muy definidos: reducir la vida de un producto porque es más rentable fabricar productos que sólo duren tres años y vender más. 

El documental Comprar, Tirar, Comprar, de Cosima Dannoritze, menciona que en 1924 fue creado en Ginebra un cártel llamado Phoebus, el cual agrupaba a los principales fabricantes de focos. La misión era establecer estándares mundiales para llegar a un acuerdo de que los focos no deberían durar más de mil horas útiles. Lo más relevante es que para la fecha de formación del cártel las bombillas eléctricas ya tenían una vida útil de aproximadamente dos mil 500 o tres mil horas. Esta acción es el primer antecedente de un consenso empresarial formulado para disminuir de manera consiente la vida útil de un producto a más de la mitad de una duración total.  En la actualidad este proceso sigue operando de forma similar; la fabricación de productos con corta vida, la publicidad de la marca y el consumidor.

Muchas veces las empresas se valen del discurso de innovación para mantener un corto ciclo de vida de los productos, a fin de acelerar la compra tanto de un nuevo dispositivo como de accesorios. Esta tendencia es cada vez más corta, antes tardaba una década, luego un lustro. Actualmente, pueden ser meses e incluso días: el celular que compro hoy, mañana ya está a la venta la siguiente versión. De esta forma, partimos del supuesto que con estas acciones de compra estamos a la moda, en la modernidad o vamos a la vanguardia sin recapacitar los efectos negativos. Bauman mencionaba que para llegar a la modernidad se tuvo que pasar primero por un cambio de forma de vida, la sociedad dejó de ser productora para convertirse en consumidora.

La obsolescencia programada se aplica en una gran cantidad de productos, desde automóviles, celulares, computadoras, tabletas electrónicas, focos, televisores, lavadoras, impresoras, zapatos y ropa. Sin embargo, es en la tecnología donde este proceso está más marcado; en el país el 71 por ciento de personas aseguran que cambian su teléfono celular por uno más nuevo a pesar de que el sustituido aún era funcional. Otro caso, el Buen Fin, basta observar las tiendas de autoservicio como se abarrotan de consumidores comprando nuevas pantallas.

Pero hay otro lado de la moneda. Esto es como un espiral sin fin: somos contradictorios porque hay quienes queremos ayudar al planeta, pero el consumo es contrario a lo que se llamaría un consumo respetable. Mientras que en otra parte del mundo se realizan más acciones en contra de procesos como la obsolescencia programada para cuidar el medio ambiente, en México no se logra generar consciencia de acciones que dañan el ambiente a través del consumo acelerado.

Seguimos en esta espiral: es común programar un producto para que se estropee con el fin de incentivar el consumo. ¿Es ético diseñar un producto para que falle? Pienso que hay perversidad y falta de ética en quienes llevan a cabo el proceso de obsolescencia programada, ya que juegan con la cultura de la búsqueda de la felicidad y de una falsa identidad a través del consumo; hacernos creer que éste no se acaba, desear lo que no se tiene, y despreciar lo que ya tenemos y disfrutamos.

Y lo acabamos de ver en imágenes recientes, donde cientos de personas hacían largas filas para entrar a los centros comerciales, después de haber estado en un confinamiento de varios meses, a propósito de esta pandemia. Sin importar la condición económica, sin importar repetir o reemplazar el producto doméstico, siempre compramos; que se cumpla el cometido del momento: lograr sentir un poco del poder de compra y una fugaz felicidad, aunque despuésde poco tiempo ese objeto será obsoleto.

Serge Lotouche, economista y sociólogo francés señala que si la felicidad dependiera del nivel del consumo deberíamos ser absolutamente felices porque derrochamos 26 veces más que en tiempos de Carlos Marx. Pero las encuestas demuestran que la gente no es veinte veces más feliz porque la felicidad es siempre subjetiva. Aunado a esto, tampoco tenemos remordimiento de conocer a donde van dar los residuos de nuestras compras de felicidad desquiciada. ¿No será acaso que nosotros somos los obsoletos?

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