La urbe en tinta negra / Judith Bravo Contreras
Cuando pienso en ser mujer, irremediablemente pienso en la capacidad de engendrar vida. No hay nostalgia en ese asunto, tampoco una nostalgia de lo nunca conocido. Tengo 46 años y sé que no hay vuelta atrás, sin embargo, tengo una mirada muy dolorosa de mi propia noción de la maternidad. Es como preguntarme si no sigue nada, que no venga nadie. Ahora lo sé, mi manera de evitarlo, las rupturas, los desencuentros, las condiciones no acatadas, mi libertad. ¿Para qué?. Ahora ya me queda claro y no me arrepiento de nada. Es como asumir una soledad llevada al extremo, una soledad que arrastra el deseo de todas esas mujeres que anhelan una familia pero saben que no la tendrán. En el fondo sé que la gente con las que trato el tema, y están de acuerdo en que es una simple decisión, como cualquier paso que se va dando en la vida, mienten y al final no se arriesgan, mienten hasta que la selva hace su último llamado. Solo es cosa de esperar y se dejan arrastrar por la exigencia de ser madres. Así dejan de lidiar desde la fragilidad también.
No podría recomendar ser madre, porque la vida también se vuelve plena sin serlo. No podría recomendar no ser madre, porque cada mujer sabe qué situaciones desea resolver con ello. No creo que sea una decisión que se tome definitivamente un día sino que se debe pensar muchas veces, en diferentes épocas y circunstancias, para no hacer eso que llaman arrepentirse.
¿Qué es ser madre, qué es no serlo? Para mí es una pregunta sin respuesta, un presente que me descobija, por decirlo de alguna manera, ante los demás. Es mi presente. No tengo respuesta ante la carga, el deber, el peso de la obligación, la duda, la necedad, la impotencia y la libertad de no ser madre. No he encontrado la respuesta. Me parece que siempre me acerco a ella.