Por Nidia Rosales Moreno
La semana pasada se difundió una nota publicada en redes sociales donde trabajadores del comedor del Instituto de Artes Gráficas de Oaxaca, bajo la mirada aprobatoria de Francisco Toledo, colgaron el menú del día en una estatua (del también artista plástico) Luis Fernando Andriacci. En los últimos meses, la ciudad ha vivido lo que algunos denominan una invasión institucional de esculturas francamente horribles del pintor originario de Cuicatlán, Oaxaca. Después de Toledo, Andriacci se ha convertido en el exponente plástico más exitoso del estado, en su obra predominan animales infantilizados, temas familiares y religiosos, de hecho, podría decirse que hace exactamente lo mismo sobre distintos soportes: óleo, bronce, lámina, cerámica, mármol, litografía, grabado y serigrafía.
Tomado de Tierra Adentro
http://www.tierraadentro.conaculta.gob.mx/pequena-polemica-sobre-fernando-andriacci/
Esta situación hizo evidente la polémica que desde hace tiempo existe sobre la obra de Andriacci y su repentino éxito comercial. A mucha gente le gusta su estilo fresco y repetitivo (lo cual debe reconocerse) sin embargo, el problema está en utilizar dinero destinado a la cultura y al arte en estatuas que parecen pertenecer más a un parque de diversiones que a la calle. Las esculturas de lámina de Andriacci no embellecen el andador turístico ni las principales avenidas de la ciudad. A una libélula gigante que el Municipio colocó rumbo al igualmente polémico puente de Cinco Señores, la gente rebautizó como Monumento al dengue, por ejemplo. Yo diría que muchas parecen transformers.
Cuando se trata de obras públicas (como el Centro de Convenciones que el gobierno estatal quiere construir en la reserva ecológica del Cerro del Fortín), no se toma en cuenta a los ciudadanos, quienes transitan diariamente esta ciudad y tienen que lidiar con obras mal planeadas y poco duraderas. Parecido al terrible caos y hartazgo que provocan marchas y plantones de maestros, el gobierno se lava las manos y guarda silencio ante los cuestionamientos de la ciudadanía. Nos ha salvado un poco que Oaxaca sea Patrimonio Cultural de la Humanidad por parte de la UNESCO, eso ha impedido que se hagan grandes cambios en el centro histórico y que el «supuesto» desarrollo nos asfixie (como cuando quisieron construir un estacionamiento bajo la iglesia y el Ex Convento de Santo Domingo de Guzmán). Otro tanto lo ha hecho Toledo, quien ha protestado ante este tipo de decisiones estructurales (aunque muchos también digan que sólo lleva arena para su costal).
Pongámonos puristas. No diré —como Avelina Lésper— que la pintura ha muerto, o que todo arte contemporáneo es basura, eso resulta estúpido. Pero aquello que en esta época consideramos arte posee ciertas características, aunque no intrínsecas, pues toda interpretación es producto del espectador, de su lugar de enunciación y del contexto mismo de la obra. Cuando Jacques Derrida dijo que interpretar es construir la no obra, apelar al vacío que deja cuando ya no está y a su deconstrucción, no estaba equivocado. Lo que consideramos arte va cambiando, tiene validez en la medida en que dice algo sobre el mundo que habita y, por ahora, es crítico. La crítica se ha vuelto necesaria en muchos ámbitos y prácticas sociales dadas las condiciones infrahumanas del capitalismo actual.
Parece que en estos momentos de evidente crisis humanitaria y ecológica, necesitamos que la obra —y a veces el autor— nos hagan reflexionar, pensar qué hacemos (u olvidamos hacer) aquí y ahora para imaginar y construir un futuro mejor. Esta carga es demasiado pesada. Exigimos calidad moral a dichas voces públicas porque sabemos que eso ya no es posible en nuestros gobernantes. ¿Es el arte un terreno político, una crítica de esta realidad poco alentadora? Creo que sí, pero bajo términos no propagandísticos ni morales. Como menciona Robert Valerio en Atardecer en la maquiladora de utopías: «El hombre es gregario; su arte también. La obra dialoga con otras, del mismo artista, de sus contemporáneos, del pasado o del futuro. El único requisito de este diálogo es que dos o más obras se reúnan. Esta reunión puede ser virtual (en la mente del espectador, crítico, historiador) o física (en un recinto preciso: museo, galería, calle, estación de metro)».
Una reunión variada y poliédrica. ¿Es la obra de Andriacci arte? No diría que una parte no lo es. Sin embargo, en ella hace falta quizás lo más elemental: diálogo, apertura, ensimismamiento, búsqueda. En ese terreno repetitivo e infantilizado, nada queda abierto, nada que decirse sobre animales y niños salvo que, seguramente, se ven bien en la sala de algún político. En Oaxaca existen artistas que trabajan para embellecer o maquillar edificios públicos, otros que se cuelgan una bandera moral, otros una bandera de justicia social bastante anquilosada. Están los que producen para vender y quienes producen pero no venden, quienes producen por vocación, por escuela o como una necesidad creativa, búsqueda de voz propia, de identidad acaso y de placer.
En mi paso por galerías y exhibiciones en esta ciudad —sin importar si las obras se venden o no— he encontrado variedades de una misma fuente recurrida hasta el cansancio. Los únicos sitios que ofrecen verdaderas propuestas y posibilidad de diálogo son talleres de gráfica y espacios alternativos de exhibición. Los artistas que ahí exponen son en su mayoría jóvenes en búsqueda de su propia voz cuyos trabajos no se acoplan al gusto de galeristas e instituciones. También hay canon en ellos, pero eso no puede evitarse.
La polémica en torno a Andriacci deja entrever una necesidad de dialogar con el arte y la ciudad donde se produce. Hablar de arte en Oaxaca de Juárez es adentrarnos en su espacio, la calle, la manera en que se vive esta ciudad, una pequeña olla siempre a punto de explotar. Andriacci publicó —y en esto quien se equivoca no es él sino quien invierte en su obra— en su perfil de Facebook: «Nunca trataré de dañar o de afectar lo bello que es mi estado, mi tierra, y digo mía, porque me siento parte de ella. Orgulloso de mis raíces y de lo que estas representan». Si le preguntas a cualquier transeúnte si lleva este territorio clavado en su epidermis te dirá que sí, que aquí hay algo imperecedero, habitable y violento a la vez, pero que no se deja, no se olvida, por ningún motivo.