Enrique Rodríguez Balam*
Fotografía: Jorge Luis Plata
La noche anterior al 1 de noviembre, la gente se prepara para recibir a sus muertos. En todo el país, los pueblos originarios se preparan para la festividad. El olor a incienso, los aromas de los alimentos que se cocinan y las flores que adornan los altares, son el preámbulo que anuncia la llegada de las almas; aquellas que tras seguir los caminos delimitados con flor de chepaxóchitil, llegarán a convivir con la familia que habita el mundo terrenal. Es la vida a través de la muerte. Por eso, en varios pueblos del área maya principalmente, se mantienen costumbres que nos dicen mucho sobre tal dicotomía. En algunos pueblos –incluso algunos de Guatemala-, es pertinente guardar los pedazos de uñas después de cortarlas, también el cabello que queda en el peine. Es necesario hacerlo “bolita” y ponerlo entre los agujeros de las paredes de adobe. Cuando una persona fallece, dicen “debe irse con todo”, incluso aquellas partes del cuerpo que sobran cuando se está en vida. Ponerle en el ataúd sus instrumentos de trabajo: su machete y herramientas si fue hombre, sus telares si fue mujer. Se hace así, “porque en el otro mundo seguirán trabajando”. De no hacerlo, se correrá el riesgo que regrese por ellos y “no dejarán en paz a la familia”.
Cual metáfora de la continuidad de la vida, ciertas costumbres de algunos pueblos de México nos dejan claro que nuestra relación con los muertos es una relación de amor-odio. La constante es la paradoja de la cercanía afectiva y la lejanía preventiva. Ni tan cerca ni tan lejos. Por eso es que cada 1 y 2 de noviembre el país entero se vuelca en la que quizás, sea una de las fiestas más representativas –y llamativas- a nivel nacional e internacional. Basta con revisar los periódicos, televisión y plataformas digitales para darnos cuenta de la cobertura que de ella hacen diversos medios de comunicación provenientes de todo el mundo. Y es que, la referencia inicial que hicimos, tiene mucho que ver con la manera de entender la muerte en su sentido de práctica cotidiana. Quizás debido a ello es que en Guatemala y Chiapas, por ejemplo, sea costumbre, no sólo en día de muertos, que la gente vaya al cementerio a ofrendar veladoras, comida y palabras. Sí. La gente convive con sus muertos: come, bebe y habla. “¿Cómo has estado? Nosotros aquí, como siempre. La patoja[*], la mayor, que quiere irse a la capital a estudiar. Ya veremos, saber cómo vamos a hacer para mantenerla. Hacé algo, si podés, pue´… sabés que estamos cortos y que los patojos se llevan mucho pisto”. Se habla con ellos y se les pide que intercedan por la familia, porque en verdad están vivos: en otro espacio, en otro tiempo, pero vivos. Después de haber compartido, no es extraño que vayan a la iglesia a rezar, a consolidar la petición.
En otros pueblos de México y Guatemala, los cementerios se rebosan de gente el 1 y 2 de noviembre. La gente se inunda con flores, rezos, llantos y lamentos…se emborrachan todos: hombres y mujeres. Bailan sobre las tumbas, con la marimba encima de ellas, apretujados sobre la pista de baile mortuoria. Algunos se caen y ruedan y pasan de la risa al llanto al lamento “¿Por qué te fuiste? Me dejaste solo. Habla hijo de la gran puta, sé que estás aquí”. En algunos lugares, es posible ver hombres bailando con hombres y mujeres con mujeres. Una comunión de vida, una danza cargada de pasión. Una danza de almas en contubernio por buscar la existencia de formas desenfrenadas.
Al final, la muerte como continuidad de la vida, no es recurso literario. De ahí que si uno mira los cementerios de nuestro país, puede darse cuenta –si lo hace desde cierta distancia- que la mayoría son representaciones de los pueblos y las ciudades a escala. La iconografía religiosa y mortuoria, acompaña los variados diseños de tumultos, tumbas y mausoleos. Algunas son verdaderas réplicas de las casas que tuvieron en vida. Cuentan con patrón de asentamiento, calles, avenidas a escala, representaciones de los edificios representativos como las catedrales o iglesias. Hacia las afueras de los cementerios y como ocurre en las ciudades y pueblos, se encuentran montículos de tierra, de los más pobres, donde apenas cuentan con caminos llenos de yerba. Como me contó un maya peninsular: “Hasta en el cementerio hay clases sociales y marginación”. Los cementerios están vivos, a diferencia de otros países donde nos asombra su parquedad. Y es que los signos de la representación de la muerte como continuidad de la vida, brotan por todos lados. Quizás por ello no sea del todo extraño que en algunos pueblos de Campeche, los familiares de los fallecidos acudan con cierta periodicidad a sus tumbas para extraer las osamentas y limpiarlas con sumo cuidado. Bañarlos, pues. Los ámbitos de la muerte, apenas rozan la piel de lo simbólico.
En algunos ámbitos, y a propósito de estas fechas, académicos se debaten sobre el giro que ha dado la festividad en nuestro país. Hoy que buscar los orígenes –de originalidad- es punto esencial de debates sobre identidad, se suele escarbar para crear argumentos sobre si determinadas costumbres son prehispánicas, mexicanas o europeas. Discusiones que amén de la ociosidad que denotan, poco aportan para el diálogo que pretenden simular. La cultura será siempre el encuentro de muchos, de otros, de los mismos transformados: del muerto como otro.
Al final, y en franco diálogo con el poeta Sabines, los pueblos en México parecerían estar más cercanos a preguntarse “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!, ¡de matarlos, de aniquilarlos, de borrarlos de la tierra! Es tratarlos alevosamente, es negarles la posibilidad de revivir”.
[*]Patoja (Niño o niña); Pisto (Dinero)
*Sobre el autor:
Dr. Enrique Rodríguez Balam
Mexicano, Licenciado en Ciencias Antropológicas, Maestro en Antropología Social, Doctor en Estudios Mesoamericanos e investigador del Centro Peninsular en Humanidades y Ciencias Sociales, UNAM; autor de los libros “Pan agrio, maná del Cielo: etnografía de los pentecostales en una comunidad de Yucatán”, “Entre santos y montañas: pentecostalismo, religiosidad y cosmovisión en una comunidad guatemalteca”, autor de poco más de una decena de capítulos de libros y artículos entre los que figuran “Religión y religiosidad popular en Oncán, Yucatán” (1998), “Apuntes etnográficos sobre el concepto enfermedad entre los pentecostales de una comunidad maya en Yucatán” (2003), “De diablos demonios y huestes de maldad. Imágenes del Diablo entre los pentecostales de una comunidad maya” (2006), “Religión, diáspora y migración: los ch´oles en Yucatán, los mames en Estados Unidos” (2009), colaborador en un capítulo del libro “La UNAM por México” (2010).
En fechas recientes, fue entrevistado para participar como especialista para National Geographic Latinoamérica en la serie “Profecías”. Ha impartido cursos a nivel de licenciatura, maestría y doctorado en diversas universidades, así como conferencias, charlas, seminarios y diplomados con temas relativos a discusiones sobre los pueblos contemporáneos del área maya, particularmente de Yucatán y Guatemala.