Poncho

Introducción

Producto del Taller de Relato “Tarde de Papel”, que considero ha aportado en época de la pandemia un aliciente a todos sus integrantes, ha dado como resultado diferentes escritos narrativos. En esta ocasión, Citlalli Sánchez Ontiveros, nos comparte su relato sobre Poncho, un perro callejero que acogió por lástima, y que con el tiempo el cachorro se volvió parte de la familia; esta humilde condición de callejero, le otorgó la grandeza de amar y ser amado. Citlalli tiene la cualidad de contarnos historias redondas, de forma directa y precisa, haciendo uso de la estética de la palabra en el momento indicado. Agradeceremos sus comentarios. Atentamente, Alicia Alarcón

                                                                                   Poncho

Poncho es un perro callejero. No tiene otro atributo que lo haga diferente a la cualidad que lo define. Es un perro negro que llegó a la casa flaco y enfermo; enfermo del mal que aqueja a todos los abandonados  cuyo primer sentimiento es el desamparo. Es un perro que observa el entorno con ojos serios y actitud tímida, como si estuviera apenado, como queriendo pedir perdón por los inconvenientes que pudiera causar su presencia. Se llama Poncho y nada más, nada que hable de su origen, nada del pedigrí que lo haga merecedor de pertenecer a una raza determinada. 

      Cuando perdió su condición de calle estaba predestinado, ningún indicio hablaba de un cambio favorable en su destino: “…está bien, recógelo y llévalo a la casa siempre y cuando lo regales pronto…”, “…demasiado feo para que lo tengamos en casa…”

      Mario, por su parte, es una persona mayor, un poco gruñón, pero acostumbrado  a amar a sus perros. Siempre perros de raza cuyos títulos de nacimiento con sellos de autenticidad los acreditaban. Mario aceptó ser dueño de Poncho cuando se lo ofrecieron unos vecinos, pensando que era temporal, que necesitaba un perro que cuidara la casa mientras se decidía por un Gran Danés o un Golden Retriever que eran los perros que le gustaban y que ya había tenido antes.

La Pandemia decidió la convivencia prolongada de Poncho y Mario. En este confinamiento Poncho, sin pensarlo, se ha convertido en el satisfactor de las necesidades de compañía de Mario, pero no se puede hablar de la reciprocidad de sentimientos cuando se está acostumbrado a vivir solo y sin afectos de parte de aquellos que decidieron su destino de perro callejero en cuanto nació y de los que lo “salvaron” de su condición de calle.

      Mario se levanta temprano, se viste con ropa deportiva, como ha tenido por costumbre por años, y sale a caminar. Ahora, además, lleva cubrebocas, lentes y un sombrero que en conjunto son algo así como una barrera contra el contagio que amenaza en las calles y se hace acompañar de Poncho con la plena certeza de que la inmunidad del perro y su aspecto agresivo y huraño son su mejor defensa en todos sentidos al caminar por esas calles desiertas.

      Antes de las siete de la mañana, cuando el sol apenas se levanta tras las montañas que se puede ver desde su casa, Mario le dice: —¡Estate quieto,  Poncho!— mientras le ajusta la correa que inhibe la carrera loca de Poncho por la calle.

      Van por la colonia vacía, nadie hay a esa hora que atestigüe el olisqueo constante del perro por encima de todas las marcas dejadas ahí por otros perros. Se detiene a cada tanto a oler y este  acto se convierte en el más placentero para Poncho y el más molesto para Mario, que jalando la correa le dice impaciente: —¡Camina, camina! Y a Poncho no le queda más remedio que obedecer reanudando la marcha a regañadientes. A pesar de la impaciencia de Mario, este es uno de los momentos que más ama Poncho y el más esperado. Apenas amaneciendo, se aposta frente a la puerta observándola fijamente con rostro serio en espera de que se abra, preámbulo que anuncia el paseo matutino de ambos.

      Casi todas las mañanas Poncho hace del baño en la calle y Mario lo sabe, por eso se prepara llevando una bolsa para esos menesteres. Al principio le costó trabajo a Mario discernir cuál era la mejor técnica para levantar aquello, alguna vez hasta se ensució las manos y ahí, agachado, masculla irritado mientras Poncho lo observa con ojos inocentes, como si no hubiera hecho nada y como si aquel denigrante acto no tuviera que ver con él. Mientras reanudan la marcha, el perro olisquea el ambiente con el aroma a frutas maduras del árbol cercano o escucha atento el canto de los pájaros.

      Al regreso del paseo,  el perro no se queda con las ganas y corre contento por todo el patio, de esta manera desfoga la energía que reprimió mientras Mario lo sujetaba de la correa. Después Poncho se prepara para sus ocupaciones diarias, es decir, convertirse en la sombra de Mario: ir y venir detrás de los pasos del primero. Ajustarse al compás de las actividades matutinas de su amo, o su dueño, o su compañero, es tan incierto lo que Poncho siente al respecto. Si Mario sube, Poncho sube, si Mario baja o se sienta, Poncho replica como papel calca sus movimientos, siempre detrás de los pasos humanos que responden a las necesidades definidas de todas las mañanas. A todo esto Mario regaña subiendo la voz con objeto de que el mensaje llegue a los oídos del receptor que lo ignora deliberadamente: —¡Poncho, no te pongas detrás de mí, un día de estos me vas a tirar! ¡Te he dicho mil veces que me voy a caer si me estorbas!— Poncho no puede evitarlo, ancestralmente se siente obligado a mostrar sus respetos a aquel que estira la mano para ayudar al necesitado, amorosa e incondicionalmente, aunque de esto el perro no sea consciente.

      Cuando el ajetreo matutino llega a su fin, Mario se sienta y se apresta a leer un rato, entonces Poncho estirado a sus pies duerme profundamente. Así descansan ambos de las tareas de todos los días hasta el  momento en que Mario le da de almorzar a su compañero: caldo de pollo, pollo desmenuzado y restos de comida que él calienta y revuelve con croquetas. Mientras esto hace el amo, el perro lo observa con sus ojos serios desde lejos. Si Poncho olvida las indicaciones dadas tantas veces y entra a la cocina, Mario se enoja con él y le regaña:—¡Te he dicho mil veces que aquí no entres! —Entonces el animal apresurado sale con la cola baja y las orejas agachadas como disculpándose por haber roto las reglas.

     Afortunadamente, en cuanto el perro tiene frente a sí el plato tibio, lleno de comida olorosa, olvida como sólo los perros suelen olvidar, y come con el placer de aquel que en el  comer está todo el placer que de la vida puede desear.

      Cuando Mario se sienta en una silla baja, especial para estos menesteres, Poncho sabe que es la hora de peinarse. Mario lo llama: —¡Ven acá, Poncho! ¡No quiero que andes tirando pelos por todos lados!—. Al principio el recelo hace que el perro se acerque despacio. Mario impaciente lo jala de la correa: —¡Ven aquí, te estoy hablando!— En cuanto el peine le acaricia el lomo, Poncho se relaja, se acuesta, estira una pata, luego la otra. Panza arriba. Adopta las posturas que se vayan necesitando mientras el peine va recolectando el pelo a lo largo de todo su placer de perro.

      Conforme van pasando los días de confinamiento en que sólo el perro y el dueño se encuentran en ese espacio íntimo de la convivencia,  nuevos lazos se van estableciendo. Mario empieza a llamar Ponchi al perro y éste agradece el nuevo epíteto moviendo la cola y respondiendo como si entendiera que la relación se está estableciendo en un nivel diferente; hilos de seda los van uniendo, apenas perceptibles, acortando las distancias entre ellos; sutiles nudos los están atando.

      Poncho, convertido de pronto en Ponchi, se duerme a los pies de Mario y éste sigue protestando enojado, gritándole a Ponchi su desconsideración y desobediencia.

      Por la tarde Ponchi sale al patio a buscar su pelota destinada a proporcionarle el mayor gusto de la tarde.  Está impaciente. Con la pelota en la boca va en busca del amo e, imprudente, entra a los espacios de Mario con el juguete de plástico en la boca y Mario, entonces, explota: —¡Cuántas veces te he dicho que no entres con la pelota!—. Ponchi lloriquea impaciente y sale a esperar que llegue la tan ansiada hora. Se sienta sin soltar su juguete observando la puerta con su rostro serio, como lamentando, otra vez, haber trasgredido las reglas. Mordisquea y mordisquea ese plástico suave que se ajusta a su hocico hasta que la silueta de Mario aparece en la puerta. Entonces Ponchi vuela. Cada vez que el amo avienta la pelota, el perro corre tras ella, se agita en el aire y la pesca antes de que toque el suelo. Brinca muy alto, da giros.  Salta macetas, a veces rompe alguna planta. Si la esfera anaranjada se atora en alguna rama del árbol, Ponchi se sienta jadeando a observar los esfuerzas que hace su dueño para bajarla. Cuando la pelota cae en el agua, Ponchi corre a lo largo de la alberca, se asoma, mueve la cola o gime impaciente, sin embargo, de alguna manera sabe que el juego a llegado a su término.

   Ponchi y Mario se sientan a descansar donde el aire refresque un poco con acalorados jadeos. Ambos están agitados y cansados. Mario le acerca al perro su charola para que beba agua y él se sirve algo con mucho hielo que lo refresque.

   Mario, después,  frente a su laptop escribe  y Ponchi se estira en el suelo obstruyendo la entrada del estudio para enojo del dueño, y sueña sueños de perro, a veces se agita o lloriquea y ante cualquier ruido despierta y sale disparado haciendo demasiado escándalo para disgusto de Mario: —¡Ponchi, no me dejas concentrar¡—, le grita enojado.

  Cuando Ponchi debe bañarse, sabe que el momento se acerca, observa movimientos en el patio trasero. Mario viene a traerlo y sujeto de la correa se lleva al perro. Ponchi nunca quiere bañarse y se resiste con todas sus fuerzas. Sin embargo, en cuanto siente el agua tibia bajando por sus costados se relaja, obedece las indicaciones y jamás se sacude aunque el agua jabonosa le llegue a la cara. Espera quieto hasta que Mario da la orden: ¡Ponchi, ya puedes irte! Entonces el perro enloquece, corre por todos lados, se sacude salpicando agua y se revuelca en el pasto.

      A la hora de cenar Mario le sirve al perro un plato de comida igual al que devoró en la mañana. Y el perro lo agradece con toda su alma, si es que en el escaso entendimiento del perro reside su alma.

      Cuando oscurece, Mario sale a acomodar en la terraza la cama de Ponchi, un colchón bastante pesado que hace las delicias de Ponchi mientras duerme. Mario lo llama: —¡Ponchi, ven a dormir!— Si Ponchi no se apresura, Mario le dice: —¡Ponchi, te estoy hablando, Ponchi, tus desobediencias me tienen cansado!

      Así transcurre un día más para ambos, así les llega la noche. Quizá Ponchi se sueña olisqueando las estrellas que observa desde su cama en la terraza. Mario se acuesta y toma un libro, lee a Camus, su filósofo de cabecera;  está escribiendo un ensayo al respecto que lo mantiene concentrado en estos días de encierro, aislado de familia y amigos. Lee: En el apego de un hombre a la vida hay algo más fuerte que todas las miserias del mundo”. Mario piensa en la Pandemia que ahora atribula al hombre persiguiéndolo hasta el último rincón de la tierra. Piensa en el encierro como el desesperado intento de la humanidad por mantenerse a flote. También piensa en Ponchi, en su aferrarse a la vida.  En los sentimientos de soledad y tristeza que le acompañaban mientras vagaba por las calles, aunque Mario no sabe si el perro, en su elemental raciocinio,  alberga sentimientos que puedan nombrarse de esta manera,  quizá se reducen a sensaciones tan simples como el frío y el hambre que casi le cuestan la vida.  Entonces Mario siente algo que no define y  sonríe, ¿ternura?, no lo creo,  pero antes de dormirse, instalado en la duermevela, se arrepiente por los regaños.

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